La Congregación de los Misioneros del Espíritu Santo nació el 25 de diciembre de 1914 en la capilla de las Rosas del Tepeyac en la Ciudad de México. Sus fundadores fueron:
Concepción Cabrera de Armida “Conchita”
Mujer Laica, nacida en San Luis Potosí, casada con Francisco Armida y madre de nueve hijos. Conchita vivió una intensa y apasionada vida espiritual que la condujo a niveles de experiencia mística sorprendentes. Fue la inspiradora de la Espiritualidad de la Cruz y en sus abundantes escritos (66 volúmenes y miles de cartas, que suman en total más de 65,000 páginas escritas) quedó recogido todo el legado Espiritual y teológico de dicha Fe.
Sacerdote Felix de Jesús Rougier
Sacerdote marista, nacido en Auvernia (Francia). Llegó a México en 1902, en donde al poco tiempo tuvo un encuentro providencial con Conchita el 4 de febrero de 1903. Fuertemente impactado por la Espiritualidad de la Cruz y convencido de que Dios le pedía, a través de Conchita, que fuera el fundador de los Misioneros del Espíritu Santo. Desde 1914 y hasta el día de su muerte, dedicó cada instante de su intensa vida a la consolidación y desarrollo de los Misioneros del Espíritu Santo.
Como toda Congregación religiosa, tenemos nuestro Carisma, nuestra manera particular de entender a Jesús, de interpretarlo y seguirlo, que se traduce en Fe llamada: Espiritualidad de la Cruz; un estilo de vida concreto y una misión a la que dedicamos lo mejor de nuestros esfuerzos.
Nuestro carisma es sacerdotal, y nos gusta formularlo así:
“Ser memoria viviente de la manera de ser y actuar de Jesucristo sacerdote y víctima, contemplativo, solidario y que da la vida por los demás”
Con otras palabras, somos un grupo de hombres que, habiendo descubierto a Jesús de Nazaret como el Señor de nuestras vidas, nos hemos apasionado por su manera de ser Sacerdote: cercano y accesible a todos; enamorado de un Dios Padre-Madre que es bondad y misericordia; volcado en el servicio a todos, en especial a los que sufren; que arriesga y ofrece su vida por la causa del Reino y se entrega hasta la muerte porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).